lunes, 11 de mayo de 2009

CRONICA EN LA SALA DE EMERGENCIAS


EMERGECIAS EN LA SEMANA MAYOR

Rastros y rostros arman la historia particular de las salas de emergencias en la semana santa, donde se dan cita la vida y la muerte, en el que la distancia entre una y otra puede ser sólo cuestión de minutos.








Viernes. Diez de la mañana. Las paredes verdes del Hospital nuestra señora de la Altagracia reflejan el trasiego de varios pares de batas blancas. Un grifo que gotea marca con un compás casi fúnebre los silencios. Una ambulancia espera en el parqueo para salir ante cualquier urgencia. El sonido de la escritura de recetas bailan al son del mar de dedos que se les viene encima. La ciudad de vacaciones, pero la sala de emergencias está en pie de trabajo duro.

Cada paciente abre la mirada ante de los doctores . Rincon, jefe de la unidad de emergencias, está de turno. Sus ojos rojos revelan falta de sueño. Una mueca de incredulidad cubre su rostro.
Tres médicos dirigen al equipo “un cirujano, un internista y un traumatólogo”, explica -Rincón. El grupo lo completan los médicos residentes, un neurocirujano, que igual hace guardia aunque desde su casa, y los internos. Estos últimos trabajan hasta 24 horas seguidos y se deslizan por la sala, repleta, como si fueran “zombies”.

A las doce del medio día, los cubículos donde se atiende a los pacientes, cinco, son como pequeños escenarios donde se condensan los instantes que dan vida a la unidad del hospital, en continuo movimiento. Por momentos, ninguno está vacío. En el primero, un borracho duerme plácidamente con la ayuda de un suero que le ha devuelto el color a sus mejillas. El segundo y el tercero, aún sin gente, presentan cortinas descubiertas. En el cuarto, un señor de la otra banda, con traumatismos, aguarda sumiso en una camilla a que le coloquen la muñeca en su sitio. Y en el último espera una joven con la cara inflamada. Se durmió con varias copas de más y fue atacada por guardias privados en la zona Baváro.

A las 2:.20 se asoma por la puerta el segundo traumatismo de la tarde. Es una mujer, y los doctores le rodean de inmediato. Tiene en el vientre, adolorido, sangre todavía fresca, y luego de un examen de unos minutos la traslada a otro hospital, pues dispone de un seguro que le cubre en otro centro. ".

Tras el rojo sonido de la ambulancia, otra vez de salida, viene la calma, pero apenas dura un cuarto de hora, tiempo suficiente para poner al día expedientes en los que vidas anónimas quedan labradas a través de letras y signos.

La eterna espera, afuera el calor. Familiares de los accidentados, a veces semidescalzos, mujeres del mercado con el bebé cargado y niños con la piel curtida por el duro sol caliente, tratan de descansar en un par de largos bancos verdes. Sobre sus cabezas, un bulto de playa vacío. A su vera, en la sala de espera, un policía trata de dar una pequeña cabezadita. La cosa acaba de comenzar. Y los cartones son el único consuelo para personas cuyas esperanzas, a menudo, se vuelan.

Una taza de café ayuda para cargar energías. Una televisión está encendida, aunque parece que nadie le presta mucha atención. Y varios cubículos con camillas aguardan el descanso, por turno, de los médicos.

Son las 4:12. Hector Rincon observa sin mucha atención una película en uno de los canales locales y una sirena anuncia la llegada de una nueva urgencia. Se trata de un jovencito que todavía está “volando”. Sus rodillas lucen magulladas. Pese a su apariencia de adolescente, confiesa que tiene 21 años. Y da su alias antes que su nombre, Marcos. Ha sido levemente atropellado en el Bulevar y un par de buenos samaritanos lo han recogido, lo han traído y han pagado sus radiografías. Sin embargo, Marcos se niega a ser atendido. Primero conversa con él policía. Luego, con los doctores. Y termina saliendo del hospital apenas sosteniéndose. “Va a volver”, dice Rincon pero lo cierto es que se pierde de vista.

Un trasiego constante. Tras su escapada, el vaivén de gente no termina. En el primer cubículo el borrachito retoza unos segundos y sigue durmiendo. En el tres acaban de internar a una mujer con el brazo cortado a causa de una pelea. Le acompaña toda una comitiva de jóvenes, a quienes el efecto del alcohol pareciera que les ha pasado de repente. En el dos, un quejido sordo ahoga el resto de las conversaciones y lamentos. Es una mujer haitiana que vino con un mal en la vesícula, y se marcha porque no hay cirugías hasta el lunes. En el cuarto, yace una mujer con dolores de parto. Y en el quinto, un muchacho, con tos tosca y cerrada, estira su cuerpo en una camilla con síntomas de padecer una bronquitis.

Cada uno llega al Hospital como puede. Unos lo hacen en ambulancia. Otros, en taxi. Y también hay los que llegan en motoconchos. Y en sólo instantes puede producirse el milagro de la vuelta a la vida o el peregrinaje eterno hacia la muerte. "Todo depende de las condiciones en las que uno se encuentre. A veces, son apenas unos minutos los que marcan la diferencia entre la vida y la muerte", reconoce Ricón. "Los días que mayor número de pacientes recibimos es el viernes santo, y domingos".

Ni por ser viernes santo hay tregua. De repente llegan tres policías vestidos de negro, a inspeccionar el ambiente.
Tras la inesperada visita, el silencio se adueña casi completamente de la sala. Son casi las 7.00 de la noche. La mayor parte de los pacientes duerme. El borrachito, indigente, despierta de su letargo, pide permiso, se acomoda en una camilla en el suelo, se cubre con una sabana y se duerme.

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